Asistimos a una época de escasez de jugadores en el fútbol argentino que estén arraigados a un estilo cultural basado en la gambeta como símbolo de excelencia performativa, al culto de buen trato a la pelota y a la capacidad de pensar una jugada, “hacer la pausa correcta”, para nutrir a este espectáculo deportivo, cada vez mas estandarizado en su juego, de una pizca de improvisación y calidad estética.
Por su parte el público, sean hinchas o aficionados, entrenados desde hace décadas en mecanismos de autodestrucción y aceptación, toleran un control social ejercido desde los centros de poder, que dificulta la posibilidad de discernir con el paradigma dominante que impera en nuestro fútbol: el culto a la velocidad, el sobredimensionamiento de un determinado modelo físico (el del superatleta) y el espíritu de lucha.
Es a través de esta transmisión de valores como se tratan de homogeneizar las diferentes cualidades del juego, ofreciendo un espectáculo deportivo cada vez más hambriento de carácter, calidad y expresión artística. Para ello, se tratan de disimular las sucesivas crisis que puedan poner en peligro los valores dominantes, recurriendo a la construcción y deconstrucción efímera de diferentes íconos o símbolos que encuentren un recorrido mítico que vincule a la historia de cada club con una imagen afectiva, simulando durante un lapso de tiempo, las pobres performances futbolísticas que se vienen dando en nuestro fútbol desde hace unos largos años.
De esta manera, se intenta con poca imaginación, manipular a las multitudes de aficionados que abocados en la fidelidad y el amor incondicional por una institución, esquivan toda posibilidad de reflexión. Aún cuando se producen algunos intentos de rebelión, éstos son disipados rápidamente por la maquinaria del poder, tornándose dificultoso el mantenimiento de un movimiento contestatario de raíces duraderas.
El socio fue cediendo terreno en su propio club, contribuyendo poco a poco a la degradación de los vínculos asociativos basados en la participación familiar, el barrio y el club. Esta escasa participación de los hinchas, salvo en el rol de consumidores de la “marca deportiva” o en tal o cuál “mística del aliento”, llevó a que, en concordancia, con la volatización de los futbolistas que emigran de un club a otro en tiempos records resulte un quiebre identitario que acompañó la descomposición social de muchos de los elementos significativos de una institución (económico, social, político y cultural).
Para analizar el desenvolvimiento de una cultura a lo largo del tiempo hay que romper los filamentos del enfoque dual entre posturas esencialistas (tradicionales) o universalistas (globales). En un mundo cada vez más transcultural hay transformaciones coyunturales que modifican con mayor velocidad las identidades poco sólidas o liquidas, pero al mismo tiempo que cambian algunas particularidades también se dinamizan otras, y es allí donde los elementos tradicionales operan como eje transversal de medición de estos cambios y al mismo tiempo reconfiguran las cualidades intrínsecas.
En esta especie de “quiebre identitario”, se sobrevaloran las dimensiones del hincha, apoyadas entre otras cosas en la “cultura del aguante”, porque es él, el que en última instancia, tiene la palabra autorizada por defender incondicionalmente la representación de su club. Al no encontrarse una metonimia con el juego, es decir, con los jugadores que ejecutan los partidos, se produce un extraño sentimiento de despojo que tiene que ser rápidamente ocupado con resortes inalienables como pueden ser: el aliento, la presencia incondicional en el estadio, los banderazos de apoyo, entre otras cosas.
Al no poder reflexionar acerca del dolor que produce la ruptura de la identificación zon el “otro” (jugadores, dirigentes) que es en consecuencia un “nosotros” más amplio, el hincha utiliza todos los elementos que estén a su alcance para reafirmar el sentido de pertenencia y asegurar la supervivencia de la institución. Es decir, que a la pérdida de valores culturales tan importantes para el funcionamiento de la vida colectiva de cada club, el hincha se presenta como el único portador de legitimación del último refugio de las condiciones asociativas.
De la misma manera que se fue anulando toda manifestación creativa, se alimentó la farandulización deportiva desviando la atención acerca de la posibilidad de reflexionar proyectos pedagógicos que intervengan en la elaboración del estilo de juego. Apoyados en modelos de “inyectación anímica”, los grandes medios de comunicación asociados a las condiciones de la época, presentan un producto futbolístico estandarizado, rutinario y con pocos recursos expresivos.
El atrevimiento, la picardía, la astucia y la pausa organizadora en el juego bajo el eje integrador de los “manijas del equipo” (léase los números 10) elementos que siempre caracterizaron nuestro particular estilo de juego, sufren las mutilaciones propias de este paradigma dominante que cultivado en el ámbito futbolístico comparte complicidades en otras esferas sociales sea el instrumental del estado, las corporaciones privadas o parte de la sociedad en general.
Para finalizar podemos observar algún atisbo de cambio tomando como ejemplo las protestas generadas en torno a la organización del mundial de Brasil, donde miles de personas salieron a las calles reclamando su derecho a una mayor calidad de educación, salud y condiciones de vida en general, rompiendo con la imagen clásica de ciertos sectores progresistas acerca del fútbol como “opio de los pueblos”.
Veremos si este punto de partida puede servir para empezar a preguntarnos de que manera queremos jugar al fútbol, si dinamizando nuestra rica tradición o parándonos en los argumentos de los agentes modernizadores, que ávidos en las corrientes posmodernas nos sugieren múltiples y variadas formas de interpretar el juego, aunque corriendo el riesgo de no llegar a ninguna.