Esta tendencia actual de eternizar la democracia inhibe que se imaginen alternativas más igualitarias de organización social e invenciones más amigables
Es sencillo comprobar que los procederes típicos de los dirigentes políticos y parlamentarios de un país tan dañado como el nuestro, son cuestionados hasta el cansancio por una porción importante de la población. Y, sobre todo, por parte de las fuerzas más sanas y rebeldes de la misma que advierten prontamente que las propuestas de dichos actores no echan raíces en el terreno de la verdad.
Sin embargo, las escasas propuestas que apuntan certeramente a mejorar el nivel de vida de determinados sectores y atenuar angustias colectivas, se sostienen, en última instancia, con los votos de circunstanciales mayorías. De tal manera que las multitudes terminan depositando un mínimo de fe en un sistema basado, entre otras cosas, en el comercio de opiniones.
Al respecto, vale recordar que en la Argentina los ciudadanos son obligados a votar pues el voto no es sólo considerado un derecho, como sucede en otros países, sino una obligación. Y son obligados a votar, en determinados periodos, varias veces al año ante la confusión y las dudas que le generan a las personas implicadas.
Un sinnúmero de personas soslayan que una vez que eligen a sus “representantes” ya no tienen, prácticamente, más control sobre los mismos y asumen como natural la relación asimétrica que se establece.
Además, ante cualquier adversidad que puedan sufrir los que se erigen como representantes del pueblo, en verdad más dominadores que representantes,, cuentan con privilegios e inmunidades que, si hace falta, suelen deformar a su antojo. Asimismo, ellos muestran, por lo general, poca coherencia entre el discurso y la acción, además de un triunfalismo vociferado pero liviano de fundamentos, que terminan de ese modo confundiendo a la población.
Pero más allá de la amplia gama de picardías que son capaces de poner en juego dichos actores, esta ficción democrática ayuda a disimular los efectos del hastió y la desgana que embarga, por lo general, a buena parte de la población argentina acostumbrada a las decepciones históricas.
Vale añadir que una vez que los dirigentes políticos y parlamentarios logran aferrarse a sus anhelados cargos, una porción de los mismos que conocen bien los atajos para escalar posiciones, pretenderán ubicarse, a cualquier precio, dentro del círculo de poder, donde inexorablemente se bebe agua de otro pozo. Entonces, no resulta para nada llamativo que en dicho ambiente primen los enconos y la pérdida del rumbo ético, convirtiéndose los mismos en verdaderos perros del hortelano.
Si no se posee la virtud de sostener pasiones autenticas cualquier institución degenera y se termina bloqueando, entre otras cosas, la posibilidad de problematizar las verdaderas causas del grave deterioro social que sufrimos los argentinos.
Entonces, sólo es esperable, en este país desvencijado, que los dirigentes políticos y parlamentarios realicen, cada tanto, algunos reajustes en cuestiones socioeconómicas que en el fondo son falsas soluciones, pero, al menos, permiten al sistema seguir funcionando. Lo que llama la atención es la obediencia voluntaria ya que todos los gobiernos democráticos practican la coerción aunque sea, desde ya, el recurso más costoso porque desnuda la dominación.
En fin, se puede asegurar que la democracia es un sistema de dominación medianamente exitoso, ya que pese a todas las prácticas corruptas que se generan en su seno, los ciudadanos, en general, creen en unas reglas de juego que mayormente no los favorece.
Es muy difícil que se ponga en tela de juicio un sistema que se cristalizó en nuestro imaginario colectivo como el más justo y de un carácter eterno, cuando hay, sin embargo, amplios sectores sociales que viven, desde hace años, en condiciones miserables. En realidad, casi nadie osa cuestionar a la democracia y menos imaginar un sistema superador donde se desacralice la misma. Es que preservar algo como sagrado ha sido siempre una manera de hacer callar a las multitudes, de anular su sentido crítico.
Con mucha astucia, los miembros de las instituciones asociadas a la representación machacan y machacan con la misma cantinela ante el peligro de que las multitudes se vayan a liberar de la tutela: el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes.
Nos queda valorar a la democracia en el sentido que ella nos protege contra los impulsos tiránicos. Es decir, que actúa, hasta cierto punto, como una valla de contención de dichos impulsos. El problema es que esta tendencia actual de eternizar la democracia inhibe que se imaginen alternativas más igualitarias de organización social, invenciones más amigables que permitan la expansión de vínculos más horizontales y fraternos.
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Roberto Di Giano es Sociólogo, UBA
La democracia es una superstición muy difundida ( Jorge Luis Borges)
La democracia es una superstición muy difundida (Jorge Luis Borges)
Es sencillo comprobar que los procederes típicos de los dirigentes políticos y parlamentarios de un país tan dañado como el nuestro, son cuestionados hasta el cansancio por una porción importante de la población. Y, sobre todo, por parte de las fuerzas más sanas y rebeldes de la misma que advierten prontamente que las propuestas de dichos actores no echan raíces en el terreno de la verdad.
Sin embargo, las escasas propuestas que apuntan certeramente a mejorar el nivel de vida de determinados sectores y atenuar angustias colectivas, se sostienen, en última instancia, con los votos de circunstanciales mayorías. De tal manera que las multitudes terminan depositando un mínimo de fe en un sistema basado, entre otras cosas, en el comercio de opiniones.
Al respecto, vale recordar que en la Argentina los ciudadanos son obligados a votar pues el voto no es sólo considerado un derecho, como sucede en otros países, sino una obligación. Y son obligados a votar, en determinados periodos, varias veces al año ante la confusión y las dudas que le generan a las personas implicadas.
Un sinnúmero de personas soslayan que una vez que eligen a sus “representantes” ya no tienen, prácticamente, más control sobre los mismos y asumen como natural la relación asimétrica que se establece.
Además, ante cualquier adversidad que puedan sufrir los que se erigen como representantes del pueblo, en verdad más dominadores que representantes,, cuentan con privilegios e inmunidades que, si hace falta, suelen deformar a su antojo. Asimismo, ellos muestran, por lo general, poca coherencia entre el discurso y la acción, además de un triunfalismo vociferado pero liviano de fundamentos, que terminan de ese modo confundiendo a la población.
Pero más allá de la amplia gama de picardías que son capaces de poner en juego dichos actores, esta ficción democrática ayuda a disimular los efectos del hastió y la desgana que embarga, por lo general, a buena parte de la población argentina acostumbrada a las decepciones históricas.
Vale añadir que una vez que los dirigentes políticos y parlamentarios logran aferrarse a sus anhelados cargos, una porción de los mismos que conocen bien los atajos para escalar posiciones, pretenderán ubicarse, a cualquier precio, dentro del círculo de poder, donde inexorablemente se bebe agua de otro pozo. Entonces, no resulta para nada llamativo que en dicho ambiente primen los enconos y la pérdida del rumbo ético, convirtiéndose los mismos en verdaderos perros del hortelano.
Si no se posee la virtud de sostener pasiones autenticas cualquier institución degenera y se termina bloqueando, entre otras cosas, la posibilidad de problematizar las verdaderas causas del grave deterioro social que sufrimos los argentinos.
Entonces, sólo es esperable, en este país desvencijado, que los dirigentes políticos y parlamentarios realicen, cada tanto, algunos reajustes en cuestiones socioeconómicas que en el fondo son falsas soluciones, pero, al menos, permiten al sistema seguir funcionando. Lo que llama la atención es la obediencia voluntaria ya que todos los gobiernos democráticos practican la coerción aunque sea, desde ya, el recurso más costoso porque desnuda la dominación.
En fin, se puede asegurar que la democracia es un sistema de dominación medianamente exitoso, ya que pese a todas las prácticas corruptas que se generan en su seno, los ciudadanos, en general, creen en unas reglas de juego que mayormente no los favorece.
Es muy difícil que se ponga en tela de juicio un sistema que se cristalizó en nuestro imaginario colectivo como el más justo y de un carácter eterno, cuando hay, sin embargo, amplios sectores sociales que viven, desde hace años, en condiciones miserables. En realidad, casi nadie osa cuestionar a la democracia y menos imaginar un sistema superador donde se desacralice la misma. Es que preservar algo como sagrado ha sido siempre una manera de hacer callar a las multitudes, de anular su sentido crítico.
Con mucha astucia, los miembros de las instituciones asociadas a la representación machacan y machacan con la misma cantinela ante el peligro de que las multitudes se vayan a liberar de la tutela: el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes.
Nos queda valorar a la democracia en el sentido que ella nos protege contra los impulsos tiránicos. Es decir, que actúa, hasta cierto punto, como una valla de contención de dichos impulsos. El problema es que esta tendencia actual de eternizar la democracia inhibe que se imaginen alternativas más igualitarias de organización social, invenciones más amigables que permitan la expansión de vínculos más horizontales y fraternos.
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Roberto Di Giano es Sociólogo, UBA